Brian May y Roger Taylor, aún hoy admirables, consiguen afianzar a Adam Lambert como un sucesor válido, aunque la comparación con Freddie Mercury siga siendo imposible.
Dejémonos de rodeos. Ya sabemos que lo de este miércoles en el WiZink no era exactamente un concierto de Queen, por motivos evidentes, sino solo de algo parecido a Queen. Pero también avisaremos de que, por aquello del pan y las tortas, se lo sigue pasando uno muy bien con el inevitable sucedáneo.
Resultaba difícil localizar entre los casi 15.000 asistentes a alguno que no abandonara el recinto con una sonrisa en los labios, a juzgar por la extensa comprobación visual practicada después de 145 generosos minutos de pasatiempo. Si usted escucha hoy farfullar a algún testigo directo del recital, desconfíe: quizá le guste dárselas de tipo íntegro y purista, pero seguramente disfrutaría como un bellaco.
Los fanáticos del cuarteto inglés, que se cuentan por millones, han tenido que gestionar hasta tres veces el siempre doloroso proceso del duelo. La primera, claro, el 24 de noviembre de 1991, cuando el mundo se quedó de repente sin uno de los artistas más carismáticos y asombrosos que había conocido el siglo. No tuvimos tiempo ni de barruntarlo, así que la conmoción fue duradera.
El segundo episodio lo propició la extraña alianza con Paul Rodgers, ilustrísimo cantante de Free y Bad Company, que dio lugar a una aparatosa colisión de egos y hasta a un álbum de repertorio nuevo que escandalizó a muchos y no gustó a nadie. Y el tercer soponcio llegó con el fichaje de Adam Lambert, en apariencia disparatado: un jovencito de teatralidad desaforada y experiencia irrelevante salido de American Idol, uno de esos concursos televisivos a menudo pavorosos.
Parecía que Brian May y Roger Taylor habían perdido el norte en su empeño por mantener viva la marca, pero el apaño lleva funcionando ya 10 años. Y, a tenor de lo visto esta vez, cada vez mejorando la nota.
Un histrión absoluto
Lambert ya ha tenido tiempo de asumir que las comparaciones le perseguirán siempre y saldrá mal parado de ellas, así que ahora ejerce menos de émulo y aporta más ADN propio a la ecuación. Es un histrión absoluto, como buen admirador de Freddie Mercury, y comparece cual maestro de ceremonias de un gran circo grotesco: hasta arriba de rímel y brillantina, enjoyado y con los brazos al descubierto para que nos cercioremos de que no le queda ni un pellizquito por tatuar. El descomunal sombrero de copa convierte a este mocetón alto y robusto en un tótem gigantesco.
Hasta ahí, todo bien. Pero si hablamos de carisma y singularidad, se desvanece toda esperanza de recuperar a aquella banda que puso a tiritar en 1986 los cimientos de Wembley. La culpa no es de Lambert, que bastante hace, sino de su estratosférico predecesor, al que él mismo glosa como “Dios irremplazable del rock”. Y todos sabemos que no es hipérbole, sino constatación.
La fiesta en Madrid transcurre con ínfulas de escalinata y gran teatro, incluso con unas pocas decenas de espectadores que han pagado un pastizal por asistir al reencuentro desde unos palcos ubicados en el mismo escenario. El primer cuarto de hora es un cóctel reconcentrado con la artillería más hard rock del grupo (Tear It Up, Seven Seas of Rhye…), que coincide con aquella en la que Lambert se siente octópodo atrapado en la cochera.
El sonido, además, brota menos apabullante de lo que merecería la ocasión y con el grupo algo escaso de reprís, como si le hubieran cambiado el motor de inyección por un diésel mondo y lirondo. Los Queen podían ser excesivos, horteras y hasta cargantes, pero siempre resultaban apoteósicos. Y anoche, como que no.
Pero al llegar Killer Queen, abrió Adam su abanicazo rojo —que es atrezo, alivio y mano de santo— y todo empezó a enderezarse. Incluso a cobrar sentido, a juzgar por el escrupuloso compromiso con la causa que demuestran Brian May y Roger Taylor, dos septuagenarios multimillonarios que no se limitan a ejercer de leyendas vivas —y lo son—, sino que sudan las casacas, se desviven, gozan manifiestamente con su trabajo y hasta son capaces de rejuvenecer con el calorcito de un público que peina muchísimas menos canas que ellos. Porque, y he aquí la gran noticia, no hay que ser un viejo roquero para amar a Queen en 2022: con un repertorio tan demoledor, el relevo generacional funciona.
Taylor, 72 años, el batería que fue rubio y hoy es níveo, refrenda con la rijosa I’m In Love With My Car su siempre sensacional faceta como cantante. De paso, da tiempo a Lambert a acometer su primer cambio de atuendo y reaparecer por sorpresa a bordo de una Harlem para atacar Bicycle Race, ataviado esta vez con túnica negra y unas plataformas de vértigo. Pero más emotivo es el papel de May, y no solo por su eterno gesto de hombrecillo bondadoso que aún se azora con el fervor del público.
Brian se queda solo, acústica en mano, para cantar Love Of My Life, envuelto en un resplandor de linternas como para repercutir en la factura de la luz. En esas, Mercury asoma durante apenas un minuto en la pantalla gigante y Brian, 31 años después de perderle, rompe a llorar como un chiquillo. Está claro: friends will be friends.
Esa parte central del concierto, en el escenario pequeño, refrenda la admiración que aún merecen estas dos viejas glorias. 39 es una canción de May muy menor y extrañamente folkie, pero entrañable. Y la añoranza se vuelve necesaria en el momento en que Taylor, con arrugas infinitas en la voz, recrea These Are The Days Of Our Lives mientras las pantallas muestran imágenes de cuando los cuatro aún eran casi unos párvulos.
Regresará Adam Lambert, siempre imperial a su paso por el vestuario, y llegará la avalancha abrumadora de grandes éxitos. Son tantos, y tan inapelables, que debemos comprender a los supervivientes de la banda original y hasta comulgar con su empeño de exprimir el catálogo. Si tienes no menos de 30 zambombazos históricos en el zurrón y pierdes para siempre al cantante, duele quedarse cultivando gardenias (o, en el caso de Brian, doctorándose en astrofísica) durante toda la segunda mitad de tu vida.
Seguro que May no piensa en la magnífica salud de sus ahorros cuando le rodea un enjambre virtual de planetas para afrontar un fantástico solo de guitarra en torno a la Sinfonía del Nuevo Mundo, una lectura no menos progresiva de la que habrían facturado Emerson, Lake & Palmer. Y parece probable que los otros 15.000 adeptos que también han agotado las entradas para este jueves den por buena su inversión en taquilla. Como dicen ahora los jóvenes (es decir, ellos): les va a rentar.
Artículo por Fernando Neira en El País.