La película ‘Bohemian Rhapsody’ redobla el culto popular al carismático cantante, fallecido de sida hace 27 años.
Jordi Bianciotto en elPeriódico.- Hay ese momento de la película ‘Bohemian rhapsody’ en que, en vísperas del concierto de Queen en el festival Live Aid (1985), Freddie Mercury, emocionado, exclama: “¡Haremos un agujero en el techo del estadio!”. A lo que Brian May hace notar que, esto…, “el estadio de Wembley no tiene techo”. Y el cantante no se achanta: “¡Pues haremos un agujero en el cielo!”.
A eso se dedicó Freddie Mercury: a perforar los límites de la realidad, de la canción rock y de la relación misma del artista y el público, tratando de crear una obra ‘bigger than life’ a través de la cual envolverse de un aura de leyenda.
Todo ello con materiales ordinarios, música pop con reflejos kitsch de opereta y delirios de grandeza, y una voz, sí, dotada de una belleza mayestática. Coincidir temporalmente con el punk, que cantaba “no más héroes”, fue una minucia. Freddie y Queen estaban en esto para conquistar el mundo y más aún, para tocar la eternidad.
El espejo grandilocuente
Un destino improbable para el chico, Farrokh Bulsara, que creció entre su Zanzíbar natal y Bombay, asentado a los 17 años, con sus padres, en un distrito industrial de Middlesex, Inglaterra. Pero aunque tuvo que comerse empleos tan poco heroicos como el de mozo de equipajes en el aeropuerto de Heathrow (los empleados actuales le han dedicado hace poco un vídeo de homenaje a golpe de ‘I want to break free’), Farrokh, Freddie, tendía a una visión épica de sí mismo, y se valió de Queen para consumarla.
El equilibrio entre su ego y su debilidad por la banda, ‘la familia’, invita a pensar en su vulnerabilidad. El artista que se bautizó como Mercury, mensajero de los dioses en la mitología romana, no era solo la criatura autosuficiente que ponía firme a todo un estadio. Compartía labores creativas con sus colegas de banda, y su vida íntima fue un galimatías, debatiéndose entre la devoción platónica hacia su amiga del alma Mary Austin y la llamada selvática de los clubs gais.
En uno de ellos, en Nueva York, viendo actuar a Village People, se fijó en la estética de cuero, gorra, cadenas y mostacho, y procedió a adoptarla. Así, sin perder el tiempo con explicaciones, incrustó en el ‘mainstream’ el uniforme corporativo de la comunidad gay. Pago un precio en el país de Ronald Reagan: la MTV vetó el vídeo de ‘I want to break free’ y Queen acabó quedando allí fuera de juego. Hay que recordar que en los 80, mientras florecían sus macroconciertos en Europa, Australia, Sudamérica y Japón, la banda dejó de actuar en Estados Unidos, su gran agujero negro.
El género era él
En contraste con el instinto rockero de Brian May, Freddie era musicalmente promiscuo y no atendía a los rigores de las casillas estilísticas. Por eso se acusó a Queen de grupo chaquetero. Pero, cabalgando del hard rock a la música disco, de los homenajes al ‘bel canto’ al pop electrónico, a través del ‘revival’ del rockabilly y los himnos castrenses, la banda estableció un estilo y ahí él jugó un rol de gran brujo y catalizador de tendencias. Su exuberancia vocal, su coqueteo con el exceso, junto al toque de May y a una gramática compositiva que tendía al efectismo y al rococó con rara naturalidad, inyectaban a cada canción de Queen una identidad que iba más allá del género.
A diferencia de lo que la película, que lleva semanas de marcha triunfal en los cines, sugiere, el episodio de Mercury sin Queen (‘Mr. Bad Guy’, 1985) no fue un desafío a la banda. Al fin y al cabo, tanto May como Roger Taylor habían publicado antes discos a su nombre. No solo no se hundía el mundo, sino que sirvió para solidificar el pacto de sangre con sus colegas, con los que cerró filas ante el gran reto que se alzaba en el horizonte: gestionar su convivencia con los anticuerpos del sida.
Artista hasta el crepúsculo
Como en una tragedia griega, Mercury se encaró a su destino fatal dando un sentido último y extremo a los recodos más dramáticos de sus canciones. Convirtiendo incluso su ocaso en obra artística, como años después el Bowie de ‘Blackstar’: ahí estaban las divagaciones sobre “si hay alguna razón para vivir y morir” de ‘Innuendo’ y la épica funeraria de ‘The show must go on’, donde se masca la tragedia. Haciendo así trizas la imagen de estrellita frívola formulable a vuelapluma.
Cuando, el 24 de noviembre de 1991, Mercury nos dejó, la palabra sida ponía, más que ahora, los pelos de punta y al duelo se le restó algo de grandeza. Como si las circunstancias trajeran mal fario o su fundido tuviera un trasfondo sórdido. Pero, desde entonces, su reflejo no hace más que agrandarse, poniendo a prueba aquella canción titulada ‘Who wants to live forever’ e insinuando que, desde algún lugar, Freddie Mercury sigue planeando cómo hacer agujeros en el cielo.