A Night At The Opera, Queen – 1975
El Rescate Musical.- Siempre me llamó la atención el apego que sienten las personas a las costumbres, y sobre todo, la militancia sobre algunos hábitos propios de los tiempos en los que le toca vivir a cada uno.
No ha existido hasta ahora un sólo ser humano incapaz de escapar al pantano de su propia generación. Es así como mi abuela una vez (siendo yo un niño en los primeros años de la década del 90′) dijo mientras veía una película musical, de estas en blanco y negro en las que una actriz cantaba, bailaba, actuaba, nadaba, hacía una pirámide humana de esquí acuático y hasta se daba besos con un muchacho: “¡qué maravilla! Antes sí que se hacía buen cine, ahora, con dos culos y cuatro pechos, filman cualquier porquería”. Yo era muy niño por aquel entonces, pero nunca voy a olvidar que me hice una promesa, “no te conviertas en un fanático del pasado, abre la puerta al tiempo”.
Y así viví feliz durante años, abriendo las puertas al tiempo. El tiempo venía, traía novedades de sus viajes por el futuro, yo las recibía con alegría, y día a día el tiempo y yo fuimos dándonos la mano.
Pero claro, a veces pasa, das la mano y te toman el codo, y el tiempo me tomó el hombro, entró hasta la cocina, me vació el frigorífico, se comió toda la comida casera que tenía preparada y me dejó todo lleno de ultracongelados que no hay ni Dios que se los coma, desabridos, insípidos, fríos. Y menos mal que me dí cuenta y reaccioné, porque el tiempo estaba a punto de atacar mi colección de discos con una bolsa de basura para llevarlos al contenedor de la calle.
Y hasta ahí podíamos llegar. Los discos. Y cuando digo “discos” digo vinilos, acetatos, CD’s, casettes, cintas magazine, lo que sea: tesoros, cofres llenos de secretos, historias sónicas, manuales de autoayuda con capítulos en forma de canción, testamentos de la humanidad, cuadernos de bitácora de la especie humana, monumentos a la técnica, expositores de pasión, viajes en oído.
Nadie vuelve a ser el mismo después de un disco, aunque lo esté escuchando por centésima vez. Un disco puede tener todas las respuestas que necesitas, y todas las preguntas que vas a necesitar en el futuro.
Un disco puede ser el espejo en el que encontrarte luego de una temporada en el desierto, puede acariciarte mientras el dolor se va, o golpearte fuerte allí en donde más duele para quitarle hierro al asunto y que el dolor desaparezca. Porque sí, los discos pueden doler, cuando un disco duele te recuerda que estás vivo, que no hay escapatoria, que hay que ponerse en pie y soportar los golpes mientras tarareas las canciones entre round y round.
Y hablo de discos y no de canciones; no reniego en lo más mínimo de estos tiempos de singles, de covers en Youtube, de Playlist, pero es un ejercicio distinto. Vamos a buscar un ejemplo: A Night At The Opera, de Queen.
Ese disco nació en medio de una crisis que estuvo a punto de hundir a Queen para siempre. Habiendo editado Queen, Queen II y Sheer Heart Attack, la banda se encontraba en bancarrota, y si bien llenaban salas y pabellones en Europa y Japón, al volver a casa, sobrevivían en habitaciones diminutas de Londres.
Claro que nada de esto afectaba a Norman Sheffiel, manager y representante del grupo que disfrutaba de todo el rédito de las canciones y conciertos. Hasta que llegó la salvación. La salvación llegó en forma de John Reid, manager por aquél entonces de Elton John e intermediario fundamental para que, una vez acabado el contrato que tenía Queen con Trident Records, pudiesen firmar un contrato con EMI.
Reid convenció a la compañía de que tenían que dar a la banda “el dinero suficiente para hacer el mejor disco de la historia, ni un penique menos”. A todo esto hay que sumar las circunstancias personales de los propios músicos: John Deacon se encontraba en pleno regreso de su luna de miel, mientras que de las cabezas de Mercury y Roger Taylor no cesaban de manar ideas, pero por encima de todo estaba el sentimiento de revancha de Brian May, quien no había participado tanto como le hubiese gustado del proceso creativo de Sheer Heart Attack ya que se encontraba recuperándose de una hepatitis.
Fue por ello que una vez aprobado el gigantesco presupuesto, y luego de una fase inicial en los estudios Rockfield de Gales, se alquilaron en simultáneo los estudios Olympic, Sarm, Scorpio y Landsdowne de Londres, además de la sala de conciertos Roundhouse, para que así todos pudiesen trabajar en distintas canciones en simultáneo.
Pero hablemos del setlist, el disco se inicia con una catártica respuesta a Sheffield llamada Death on two legs (dedicated to…), en la que no escatiman frases como “tomaste todo mi dinero y quieres más” o “puedes besar mi culo, adiós”, el neófito en sandalias seguramente imagina una canción cargada de ira punk, de lírica urgente y enfática; nada más lejos de la realidad, desde el arpegio de piano inicial lleno de clasicismo hasta la explosión del estribillo, digna de los mejores Black Sabath, la riqueza de esta canción es desbordante.
Las bases rítmicas, las guitarras superpuestas, los saltos de las líneas melódicas, los coros, los arreglos de piano y bajo, todo es una Matrioshka sonora de lo más maravillosa. Lazing on a sunday afternoon es una de esas piezas 100% Mercury en donde da rienda suelta a su fascinación por la música de cabaret de inicios del Siglo XX.
Como dato curioso cabe mencionar que para que la voz suene distorsionada se utilizó un tarro de cerveza, y es que en este disco se han dado la mano lo más logrado de la tecnología, y los recursos de “la imaginación al poder”.
Si alguna vez alguien tuvo dudas acerca de la valentía de este grupo, que escuche I´m in love with my car, sí, una canción de amor a un coche, y una de las mejores canciones para escuchar antes de salir al campo de batalla, una competición deportiva, una reunión de trabajo, una negociación dura, o cualquier evento que requiera de fortaleza.
“Por favor, dime que es una broma” fue lo primero que dijo Brian May a Roger Taylor al escuchar una primera maqueta de esta pieza compuesta y cantada por el batería. Unas cuantas guitarras potentes y muchísimas pistas de coros más tarde, la canción se erigía como uno de los momentos cumbre de la lista.
Y ya puestos, como las dos caras de una misma moneda, bajando de esa gigantografía sonora llegamos a You’re my best friend. Compuesta por un recién casado John Deacon a su flamante esposa, se trata de un ejercicio de sencillez elegante y artesanal. La base cimentada sobre un piano Rodhes, batería y bajo, permiten a la melodía decir esas frases tan básicas y claras, y a la guitarra jugar su papel de cuerdas de cámara.
Es cierto que por aquél entonces Queen era todavía una banda muy resistida por algún sector de la prensa, y por algún sector del público. Por eso te pido lo siguiente: imagina que en la siguiente canción del Lp escuchas una guitarra acústica, muy Country-Folk, al mejor estilo Bob Dylan, pero ésta viene acompañada de un coro que ni el más estrafalario Stravinsky podría haber imaginado, y la letra habla de unos colonos espaciales.
Pues eso es ’39, una gema de la música Folk del siglo XX, que canta Brian May con el acompañamiento vocal de Mercury y Taylor. La reticencia de algunos oídos era de esperar. Claro que para canalizar estos gustos tan variados fue necesaria la mano de un gran productor, alguien como Roy Thomas Baker.
Roy Thomas Baker es… no, no, o hablamos de Queen o hablamos de Baker, eso merece un capítulo aparte; tomo nota.
Una de las características fundamentales de este grupo es que nunca, nunca, nunca hacían lo que se esperaba. ¿Cómo explicas sino Sweet Lady? Se presenta un inicio de lo más Hard Rock de toda la vida, pero al llegar el estribillo pareciera que King Crimmson se hicieran cargo de los mandos, con una batería haciendo unos patrones rítmicos realmente novedosos y las guitarras en pleno surrealismo.
Y de tanto surrealismo, cuando parece que ya no hay sitio para los volantazos y giros inesperados del disco, llega Seaside Rendevous, una oda al Music Hall, que después de letras que llenan el disco de ira, desenfreno, bujías, amor, odio, entrañas y furia, no deja de generar cierta gracia por su inocencia y candidez.
El reto por llegar a componer el disco más grande de la historia llevó a los miembros del grupo a explorar hasta lo inexplorable, y si no soy lo suficientemente convincente no tienes más que escuchar The Prophet Song.
La canción se inicia con un sonido atmosférico sobre el que escuchamos un arpa (sí, un arpa) tocada por Brian May, quien se dedicó a aprender a tocar dicho instrumento expresamente para incluirlo en el disco.
Las armonías de las guitarras que van abriéndose paso compás a compás se encuentran a medio camino entre la Danza de los Caballeros de Prokofiev y la música tradicional japonesa.
La producción de esta pieza llevo al grupo a inventar métodos inexistentes hasta el momento, como el gran delay de la parte central en donde las voces se van superponiendo las unas a las otras, teniendo que llegar a sacar la cinta de grabación de las bobinas para superponerla una y otra vez.
Por aquel entonces Freddie Mercury se encontraba en medio de una lucha interior por definir su sexualidad, algo que era una suerte de secreto a voces en la banda, la prensa especializada y el público.
En este disco podemos encontrar más de un testigo de esa lucha, y Love of my life es uno de ellos. Una pieza realmente digna del mismísimo Frédéric Chopin, en donde nuevamente oímos el arpa de May y la declaración de amor más sincera que podemos encontrar grabada en un disco. Mercury canta a su novia de aquellos años, Mary Austin, que es “el amor de su vida” y que ni el tiempo ni el espacio van a poder con ese sentimiento.
La historia acabó por convertir a esa canción en una profecía, ya que a pesar de romper su relación sentimental, a pesar de que Mercury se asumiese homosexual, a pesar de que Austin se casó y formó una familia, nunca se separaron, siendo Austin secretaria de la banda durante años y asistente personal del cantante, llegando a ser la heredera de la mitad de la fortuna de Freddie al morir.
Para sacudirnos las lágrimas y prepararnos para el final del disco tenemos uno de los números más osados y curiosos del disco. Good Company es un homenaje que quiso hacer Brian May a su padre, gran interprete del ukelele y aficionado a las Big Band de música dixie de New Orleans. Para lo cuál grabó todas las líneas de clarinetes, trompetas, trombones y saxos utilizando exclusivamente su famosa guitarra Red Special y las distintas posibilidades sonoras que ésta ofrecía con sus tres micrófonos. El resultado es una muestra de talento y técnica digno de una cátedra.
Y ya nos acercamos al final, al momento que todos esperamos cuando escuchamos este disco: Bohemian Rapsody. Una opereta, un puzzle, un cadaver exquisito de un solo cerebro. La canción que ostenta el lujo de ser un single megaexitoso con sus seis minutos de duración y su más que excéntrica estructura.
Una explosión de genialidad que nadie en la banda fue capaz de comprender hasta que Freddie Mercury consiguió grabar todos los fragmentos y unirlos en el estudio, para que los demás miembros comprendiesen lo que ocurría en su cabeza. No voy a detallar nada del tema, Lázaro, levántate y dale al play.
Como nota de color quedaría remarcar la respuesta inglesa de Brian May a la versión de Jimi Hendrix (de quien es un reconocidísimo fan) del himno de los USA con su más que magistral Good save the Queen.
El pasado veinticuatro de noviembre se cumplieron veintiséis años de la muerte de Freddie Mercury, y el veintiuno del mismo mes se cumplieron cuarenta y dos años de la publicación de A Night at the Opera, mucho tiempo ha pasado tanto de una cosa como de la otra. O no. Porque yo aún recuerdo como si fuese ayer todo.
Despertarme con el solo de guitarra de Bohemian Rapsody a los cuatro años y saltar en la cama como si no existiese más actividad diaria que esa, o dormirme con el piano de Love of my Life, o cómo mi madre venía a cambiar de lado el disco de vinilo una y otra vez para que yo no raye el disco con la púa (millenials ¿¡que les enseñan en la escuela?!), o la mañana en que nos tomaron una foto a mi hermano y a mi, con cara de sueño, en pijama de verano, en la cocina de casa y que no puedo verla sin que empiecen a sonar en mi cabeza los primeros acordes de You Are my Best Friend.
O la noche en que Freddie Mercury murió y justo mi tío estaba de visita en casa, y yo sentía que por primera vez (de muchas) me robaban algo, que hasta entonces era mío. O el show tributo que se le hizo a Freddie en Wembley, que yo pude ver por la tele desde Buenos Aires con nueve años, y gracias al cuál descubrí a Metallica y Guns and Roses.
Nunca voy a poder olvidar todo lo que Queen transformó en mí, ni voy olvidar cuán formativos han sido en mi vida, y aún lo siguen siendo.
Por eso creo que no voy a poder mantener mi promesa con el tiempo, por que el tiempo, y en especial ése al que llamamos “en mi época” esta lleno de vida, de aromas, de sonidos y furias, de azufres y carbonos, de aire y dolores y miedos y aventura, de golpes y sangre, azúcar y saliva.
Porque ya lo dijese Baudelaire, Saint-Exupery o Rilke, la infancia es nuestra única patria. Y en la mía, se hacían discos.